Somos seres temporales.

Cuando contamos una historia, lo importante no es dónde ocurrió, sino qué fue lo que pasó. Qué sintieron los personajes, qué pensaron, qué creyeron y, al final, qué hicieron. A veces, estos hechos podrían haber ocurrido en cualquier parte, pero la historia sería muy similar, porque lo que importa no es dónde, sino qué.

Y el qué es temporal; para relatarlo, necesitamos un desarrollo que requiere de tiempos para que los hechos se sucedan, necesitamos narrarlos en un orden que permita comprender la historia. Somos cronológicos, no topológicos. Podríamos explorar si no somos también uranográficos, pero deberíamos dejar eso para otra ocasión.

Pensarme como un ser temporal y no espacial le da mayor relevancia a cómo paso mis minutos, ya que cada uno cuenta como parte de mi historia. Al final del día, lo que vale es lo que hice, no dónde estuve. Cuando contemos nuestra biografía, diremos lo que fuimos, no dónde fuimos.

Y en este momento de hibridación de máquinas y Homo sapiens, se abre un portal de pensamiento sobre qué nos diferencia existencialmente entre una especie y la que vendrá. Para nosotros, el tiempo es único; es el bien con el que articulamos nuestra existencia. Si las máquinas nos traen la inmortalidad, pasaremos a ser espaciales, donde lo que importe sea dónde, no cuándo.

Seremos otro tipo de historia, una donde la dimensión del tiempo desaparecerá, y junto con ella, nuestras historias. Me gusta existir en el tiempo; me resisto a ser eterno. Amo la vida y la muerte como experiencias indispensables para sentir, creer y pensar.

Mi historia es la del ser humano que habitó en el tiempo, que no será otro que el mío, el nuestro. Tal vez en la muerte no me lo pueda llevar, pero en la vida, nadie podrá arrebatarmelo.

Desde tu ahora, en mi pasado, gracias por este presente.

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