El propósito y la razón.
Abrir las puertas del aprendizaje.

Un día, la maestra observó a su alumno discutir acaloradamente con otro sobre las reglas de un juego. Y lo escuchó finalizar la discusión con la frase: «Si te lo digo es porque sé que tengo la razón».
La maestra lo llamó aparte y le dijo:
M: Nunca pienses que tienes siempre la razón al analizar tu propósito.
A: Pero, ¿si nunca tengo la razón, cómo sabré cuándo me equivoco?
M: No dije que no la tengas nunca, solo que no la des por sentada. Asumir que siempre tienes razón bloquea el aprendizaje.
A: Pero entonces, ¿cuándo sabré que voy por el buen camino?
M: No hace falta una certeza absoluta. Basta con creer sinceramente que lo que haces es correcto.
A: Pero si creo que es correcto, ¿no estoy asumiendo que tengo la razón?
M: Haz las cosas siguiendo tu intuición, pero manteniendo una mente abierta. Acepta que podrías estar equivocado y sigue aprendiendo.
A: Siento que voy en círculos.
M: Observa tu pasado. ¿Cuántos logros has conseguido sin equivocarte en nada?
A: Ninguno. Siempre he cometido errores.
M: ¿Y cuántos fracasos has tenido sin ningún acierto?
A: Tampoco. En todos he aprendido algo.
M: Exacto. Tus éxitos y fracasos son el resultado de equivocarte y acertar. La razón se revela al final del recorrido, no al principio.
A: Pero cuando termino una tarea, puedo evaluar si tuve razón o no.
M: Analizar el pasado puede llevarte a encontrar argumentos para justificar tus acciones, pero también para cuestionarlas. Los propósitos son como viajes sin destino fijo. El camino es lo importante.
A: Entonces, ¿el propósito no tiene un fin?
M: El propósito no es una meta, es un proceso continuo. Vívelo con pasión, sin aferrarte a la idea de tener siempre la razón. Lo importante es actuar con convicción, sabiendo que haces lo mejor que puedes en cada momento.
Desde tu ahora, en mi pasado, gracias por este presente.