Cuando las creencias se vuelven piedras en el río de la existencia.

Respuestas con tiempo.
¿Alguna vez te preguntaste quién sos realmente?
Yo me lo pregunto todo el tiempo, y con los años fui encontrando respuestas distintas.
De niño creía que mi identidad ya estaba escrita, como una esencia definida, y que mi tarea era descubrirla. En mi infancia y adolescencia, mi búsqueda se centraba en ese descubrimiento: ¿quién era yo?, ¿qué talentos me habitaban?, ¿qué podía llegar a hacer?
De joven pensé que no había nada predefinido, que en realidad me construía a partir de mis decisiones y mis acciones. Me esforcé incansablemente por convertirme en la persona que quería ver reflejada en el espejo. Pero, claro, para comprobar si iba por buen camino, me guiaba mucho por la mirada de los demás. Necesitaba esa confirmación externa de que mi imagen coincidía con la que yo intentaba crear.
Ya de adulto comencé a darme cuenta de que, más allá de mis acciones y pensamientos, eran las creencias las que moldeaban la forma en que me veía a mí mismo y entendía la vida. Y también descubrí lo difícil que es cambiar de paradigma cuando las circunstancias muestran otras posibilidades que desafían lo que siempre dimos por cierto.
Ahora, transitando los casi cincuenta, entiendo algo más: las emociones son tan importantes como los pensamientos y las creencias. Son el pulso que le da vida a lo que pienso y la fuerza que me empuja o me detiene en cada paso.
Para explicarlo mejor, me gusta pensarme como un río.
- El agua son mis emociones: fluyen, cambian de intensidad, se agitan o se aquietan, y con su ímpetu van modificando la geografía.
- Los pensamientos son ramas, hojas o peces que aparecen y desaparecen. A veces flotan un rato, otras se hunden, pero nunca permanecen para siempre.
- Y las creencias… esas son las piedras. Una vez que se instalan en el lecho del río, es difícil moverlas. Son capaces de resistir la corriente más fuerte y, a la vez, de desviar el curso del agua.
Las piedras no solo permanecen: también redibujan el entorno. Lo que creemos tiene la fuerza de alterar no solo nuestra vida interior, sino también el paisaje que habitamos.
Y, sin embargo, no debemos olvidar algo esencial: el río no es solo agua, peces o piedras. El río es todo eso y, al mismo tiempo, es movimiento y transformación. Heráclito lo dijo hace siglos: nadie se baña dos veces en el mismo río. Y lo mismo ocurre con nosotros: nunca somos los mismos cuando volvemos a mirarnos en un espejo.
Un ser es cuando existe, aunque sea en el recuerdo o solo como posibilidad.
Así somos los humanos. Por eso nos cuesta tanto definirnos, porque somos seres con infinitas posibilidades de transformación, pero al final, para poder reconocernos, necesitamos ser piedras, agua y peces, que en esa materialidad nos permite reconocernos como uno.
Y en esta mágica existencia, cambiar una creencia es mover una piedra del fondo. No es fácil. A veces parece imposible. Pero cuando sucede, el curso entero del río cambia. Y con él, cambian también nuestras emociones, nuestros pensamientos y las posibilidades que habitamos.
Por eso, hoy ya no me pregunto tanto quién soy, sino cómo puedo ser el río que estoy siendo ahora. Porque en esa transformación constante se juega nuestra libertad más profunda: la de elegir qué piedras sostener, cuáles soltar y hacia dónde queremos que fluya nuestra corriente.
Desde tu ahora, en mi pasado, gracias por este presente.
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