Animarnos a disfrutar del barro sin preocuparnos por conseguir el oro.

Dejar de buscar el oro y disfrutar el barro. Ese es el camino.
Dejar de buscar el oro y disfrutar el barro.

La bruma de la existencia.

Los humanos somos una especie muy particular. En nuestra propia creación de la realidad, sin mayores objetivos prefijados —excepto el de sobrevivir— hemos creado la utopía de la búsqueda de la felicidad como el objetivo supremo que debemos alcanzar para sentirnos realizados.

Una búsqueda que nos promete plenitud y la meta de la trascendencia. En esta realidad inmaterial ponemos en marcha muchas metas con las cuales creemos que, si las alcanzamos, nuestra vida será digna de ser vivida y, con suerte, recordada.

Asumimos la frustración de los fracasos que seguramente deberemos guardar en nuestras mochilas en el intento de conseguir la medalla de oro que nos otorguen nuestros propios jueces: los pensamientos.

Corremos una carrera para ganarle a la muerte, para que antes de que ella llegue, podamos exhibir en nuestras vitrinas los logros de un humano que alcanzó sus sueños. Así nos llenamos de objetivos y de planes que nos garanticen esos triunfos.

A su vez, cada objetivo tiene un fundamento esencial, ya sea en función de haber ayudado a otros o de logros que nos tengan como los únicos beneficiarios. Así, desde que somos chicos, vamos adquiriendo formas de concebir nuestra existencia en función de aquellas acciones que tengan un sentido para nuestra vida.

En algún post anterior hablé sobre esas cosas en las que mentes brillantes y almas iluminadas encontraron la forma de sentirse plenas con estas búsquedas. Todas válidas y en algunos casos coincidentes con mis propios valores. Sin embargo, la esencia de esos fundamentos se desvanece a la hora de asumir la realidad de que todo tiene un final y que las medallas, por más brillantes que sean, caerán en el olvido y muchas veces en el descrédito.

Pero, aun con esa abrumadora persistencia de la finitud, nos aferramos a las carreras que nos permitan sentir que nuestra existencia tiene valor, motivo o fundamento. Ambas realidades son igualmente inherentes a la humanidad: la finitud y la trascendencia, como tesis y antítesis de una realidad cuya síntesis no se resuelve más allá de nuestras creencias espirituales.

Para alguien como yo, que no se resigna a que la vida sea solo una página de un calendario que un día nadie podrá leer, se vuelve un desafío humano encontrar un para qué. Mi racionalidad en su lógica inapelable me lleva a vivir en la insatisfacción de una búsqueda utópica sobre el sentido de mis acciones.

Mi sensibilidad me motiva a encontrar satisfacción en la paz que me brinda sentir que mi concepto del bien se manifiesta en mis búsquedas de ayudar a los demás. Y mi espiritualidad me ofrece el refugio de que la vida es solo un paso de un camino que comenzó antes de nacer y seguirá al morir.

Esta humanidad que transito y habito me impide escapar de los propios límites que soy capaz de creer y crear. Me siento en una burbuja donde solo puedo hacerme preguntas, cuyas respuestas siempre me enfrentan con una posibilidad relativa.

Vivo en un pantano en el que me muevo guiado por mis instintos biológicos de supervivencia, en una realidad con lógicas preestablecidas y posibilidades limitadas por los contextos. Y aun en este sombrío escenario de fangosa incertidumbre, soy capaz de sentirme vivo.

En la magia de mi experiencia consciente, siento el lodo en mis pies, el agua en mis piernas, el aire en mi torso y la luz en mi cara. Y aunque mis búsquedas siguen encontrándose con la imposibilidad de ver más allá de la maleza que me rodea, estoy aprendiendo a dejar de buscar el oro y a disfrutar mucho más del barro.

Desde tu ahora, en mi pasado, gracias por este presente.

Si querés estar al tanto de mis contenidos podes seguirme en mi canal de whatsapp

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio