Ponerse en el lugar del otro es construir nuestro lugar sagrado.

Cuántas veces sentimos que el otro no nos comprende, ya sea una pareja, un compañero de trabajo, un padre, un hijo o esa persona que tanto nos importa. La sensación de soledad, de impotencia y de frustración se apodera de nosotros, y las palabras ya no tienen sentido. Por más argumentos que encontremos para explicarnos, el otro no nos entiende y el conflicto escala a niveles difíciles de aceptar.
Un ejemplo que a mí me sirvió mucho es el del fútbol de los sábados en mi espacio sagrado. Un complejo de canchas a las afueras de la ciudad que conocí acompañando a mi papá a jugar todos los sábados, y que mis hijos conocieron cuando, cual mandato religioso, yo disfruto desde hace quince años cada fin de semana.
Y hablo de este espacio porque es representativo de esos lugares que cada uno construye y habita para el goce, el disfrute, la pertenencia y el sentido de nuestras vidas. Algunos lo encuentran en el senderismo, el hockey, la cerámica, el canto, la religión, o simplemente en los viernes de series por televisión o plataformas (no quiero quedar desactualizado). Son esos espacios íntimos donde, ya sea rodeado de miles de personas o en soledad, nos dan un sentido único de disfrute y gratificación personal. Si no podemos habitarlos, lo vivimos como una melancolía digna de la añoranza del pago para quienes emigran para no volver nunca más.
Para algunos, esta metáfora puede sonar exagerada, tal vez porque no identifican ese lugar sagrado para ellos o porque ya lo tienen permitido y es parte de su rutina. Pero para quien tiene que negociarlo, ya sea por trabajo, por acuerdos familiares o simplemente porque la realidad impone sus límites, es una pérdida trágica de ese espacio sagrado de lo cotidiano.
En mi caso, mi lugar sagrado, al igual que el de miles de personas, es el fútbol de los sábados (o domingos, o lunes, martes, miércoles, jueves o viernes; da lo mismo el día). Lo importante es que toda la semana cobra sentido en función de que ese día esté habilitado para poder experimentar mi esencia en el disfrute. Es más profundo que solo ir a patear una pelota con amigos y después quedarnos en un tercer tiempo de anécdotas y risas gastadas por su continua repetición, pero que, aun sabiendo cómo terminan, igual nos hacen sentir vivos. La loma, la cancha, el campito, es el único capaz de ponerle un freno al tiempo. Son espacios donde él no logra imponer su lógica manipuladora; en ese momento, la mente se desconecta de la realidad y habita el alma.
Por eso es sagrado y por eso nos cuesta tanto dejarlo: porque no estar ahí es aceptar que la realidad no puede ser cambiada, que las rutinas y la impronta del mandato social no tienen límites y que no hay nada que pueda hacerle frente a eso que, por más que disfrutemos, no lo es todo.
Nuestros espacios sagrados de disfrute son actos humanos de rebeldía ante la inexorable realidad que impone el tiempo, donde todo tiene un inicio y un fin. En esos espacios de disfrute habita la eternidad, el alma, el infinito. Puede sonar pretencioso, pero cuando ves a tu hija o hijo llorar porque ese sábado no puede acompañarte, porque tiene la obligación de ir a un cumpleaños, entendés que no es cosa de adultos, sino de humanidad.
Todos tenemos nuestros espacios sagrados. Reconocerlos y aceptarlos como lo que son nos da un sentido distinto en nuestro tiempo. No es de pedir que se los comprenda, sino simplemente aceptarlos, así como es nuestro compromiso aceptar el de los otros. No importan los argumentos; el alma no sabe argumentar, ella solo experimenta y disfruta, por eso se hace tan difícil encontrar las palabras para explicar lo que se siente.
Construir nuestros espacios sagrados, darle un sentido a nuestra vida y ponernos en el lugar del otro —no para comprenderlo, sino para aceptarlo en su esencia— es la única manifestación que la mente es capaz de reconocer en su limitada conceptualización de la esencia del amor.
Los espacios sagrados son donde nos experimentamos como almas, y existen en el tiempo de la pareja, de las relaciones entre padres e hijos, en el trabajo, en el crecimiento personal, pero también, y con una impronta superlativa, porque es el espacio del individuo que se manifiesta en su relación con el goce propio, donde nos sentimos en esencia disfrutando nuestra humanidad.
¿Cuál es tu espacio sagrado?
Desde tu ahora, en mi pasado, gracias por este presente.