La felicidad es compartida, la paz es una búsqueda individual.

En las encrucijadas de la vida, la verdad, cual Robin Hood, nos arrebata lo importante para devolvernos lo esencial. Cuando algo que nos estaba vedado por su cotidianeidad se devela por su pérdida o por la posibilidad de ella, la realidad, en su magnífica irreverencia ante nuestros deseos, se manifiesta para reflejarnos nuestra arrogancia y ponernos, una vez más, en sintonía con el eje de nuestras emociones.
Hace unos días viví esta situación: una frase en medio de la mañana anticipó un cambio radical en la salud de uno de mis seres queridos. Lo que segundos antes era importante se desvaneció, y el deseo tomó el rumbo de volver a tener el escenario de la salud perdida como el centro de la obra. La configuración de equilibrios para sentir tranquilidad está regida por nuestras emociones. Esas que, al igual que nuestro ADN, no son idénticas a las de nadie más. Independientemente de las similitudes que podamos definir, los mecanismos internos del sentir son nuestra huella dactilar.
Por eso es tan difícil que el otro sienta de una manera similar a la mía. Y la incomprensión de nuestros mundos internos, por parte de quien quiere ayudarnos, a veces se siente más dolorosa que el propio trauma que estamos atravesando. Son las limitaciones del yo: lo que es mío no puedo compartirlo, no puedo darlo a conocer en toda su complejidad, porque ni siquiera sé de qué se trata.
Los universos que me habitan son tan desconocidos, profundos, enigmáticos, expansivos e infinitos como el mismo espacio sideral. Y mientras más me reconozco en mis generalidades, se agranda exponencialmente la ignorancia sobre mis particularidades.
Por eso, intento aprender todos los días a relajar mis juicios sobre las conductas de los demás y las mías propias. Me he dado cuenta de que soy un juez muy ignorante y que nunca tengo la información ni la capacidad para comprender las acciones propias o ajenas.
Intento dejar de ser un continuo supervisor de la moralidad y ser más un compañero de las emociones. Y no es un estado que se alcance alguna vez; es un proceso que, al igual que las sumas, siempre tiene algo más que se puede agregar.
Y como un niño que pone los pies en un lago frío para ir a jugar con sus amigos, donde las incomodidades son muchas pero las motivaciones son grandes, comprendí que la felicidad es un juego de escondidas: no se puede jugar sin otro. Pero disfrutar del juego solo depende de mí. A veces mezclo los conceptos de paz y felicidad, hasta que lo que importa se pierde. Y debo encontrar la felicidad en un abrazo aun viviendo un calvario, y a veces estar en paz en la soledad. ¿Lo ideal es ser feliz y estar en paz? No lo sé. Tal vez ese sea el secreto de la vida o de la muerte. Hoy me conformo con poder sentir felicidad y buscar mi paz.
Desde tu ahora, en mi pasado, gracias por este presente.